Hace unos cuantos años conocí a un cantante inglés que me llamó la atención, no sólo por su voz sino por la letra de la canción que había escuchado: Space Oddity. Explorando un poco más me adentré en su música, en sus períodos artísticos, en su nacimiento y desarrollo, y por alguna razón su obra me pegó como si hubiera sido de mi época.
Lo cierto es que David Bowie es de todas las épocas, está vigente desde fines de los ’60 hasta hoy, cada década con un estilo diferente pero sin dejar de ser él en la piel de Ziggy Stardust, del Duque blanco, de Aladdin Sane, de su versión berlinesa, de su versión neoyorquina, de su versión inglesa, de su última etapa. Muchos en uno, eso era Bowie. Un artista completo, enorme, inclasificable. Alguien que por alguna extraña razón me llega al corazón, cuyas canciones me acompañan según el humor que tenga y cuya muerte me llevó, como a varios, a conocer otras aristas de su arte que antes se me habían pasado por alto.
Así que cuando supe que iba a estar una muestra de fotos de David Bowie by Mick Rock no lo dudé y me propuse ir. Me calcé la cámara y partí sola, un sábado lluvioso, a disfrutar de una inmersión total de Bowie. Descubrí a Mick Rock, pero me encontré con David, sus fotos y su música de fondo.