Hace unos años, 3 para ser exactos, estuve en París y caminé como nunca. La ciudad no fue de lo más amigable en cuanto al clima los primeros días, pero después cambió y todo fue sol y colores hermosos. Es increíble lo lindos que se ven los edificios al atardecer, con el sol que pega en el Sena y tiñe de un rosa naranjoso todo lo que toca; ahí te das cuenta de que no por nada la llaman la ciudad del amor.
Hoy cuando caminaba para el bondi, medio dormida todavía a la madrugada, me acordé de una mañana particular en París, cuando fui al Café des Deux Moulins (el de Amélie) y me «enamoré» perdidamente del mozo. Lejos de lo que mucha gente opina respecto de los mozos parisinos, este muchacho fue dulce y simpático y tenía una sonrisa pícara para cada uno de los clientes.
Al principio no le presté atención porque estaba maravillada con el lugar, no podía creer que por fin estaba ahí a punto de comer le Goûter d’Amélie, además de estar concentrada en no tirarle el café a nadie mientras acomodaba mis cosas porque el espacio es reducido y la gente es mucha. Pero cuando llegó el mozo a tomar el pedido… oh lalá!

No hice ninguna pavada, me comporté como una señorita educada de buena familia (?), hice mi pedido y me contenté con mirarlo (y sacar esa foto para la posteridad). La chica coreana que estaba sentada justo al lado mío me miró pícara porque, claro, ella también había visto lo mismo que yo y aunque habláramos idiomas distintos el amor no conoce de fronteras. Ella y yo nos habíamos quedado como bobas por esa sonrisa, por esa calidez.
La chica coreana no dijo nada, sólo se limitó a hacer su pedido de la única forma que podía (señalando la carta) para hacerse entender. Yo traté, como en cada lugar al que iba, de usar el poco francés que había aprendido y le pregunté al muchacho en cuestión qué quería decir goûter porque, la verdad, me daba miedo comer algo que pudiera no llegar a gustarme. Me explicó con su inglés afrancesado que significa merienda y que incluye crème brûlée y café o té, y que es muy popular entre la gente que va al negocio porque apareció en la película Amélie.
Hice mi pedido, se fue y cuando volvió con todo me mostró con la cucharita cómo debía romper la corteza que cubría al postre. Siempre sonriendo, siempre alegre, siempre predispuesto a ayudar. Comí despacio saboreando eso que andá a saber cuándo voy a volver a probar, y al terminar le pregunté si está bien o no dejar propina. Me dijo que sí, dejé mi tip y me fui a recorrer el bar para dejar mi mesita libre.
Me enamoré del lugar, de esa cafetería llena de colores, del baño pequeño y con mucha memorabilia de la película, del aire ecléctico que se respira, de los distintos idiomas que hablaba la gente, pero sobre todo de la buena predisposición de ese mozo morocho que no paraba de sonreír. Cuando me fui cruzamos miradas y una sonrisa pero seguí mi camino, tenía que seguir recorriendo Montmartre, tenía que irme.
A veces me pregunto qué hubiera pasado si me invadía la caradurez y le dejaba mi mail, ¿me habría escrito? ¿se habría comunicado? ¿Cuántas chicas le habrán dejado teléfonos, mails, Facebooks a lo largo de todo su tiempo ahí? ¿Habré sido yo (y la coreana) la única que se quedó embobada y aún hoy, tres años después, lo recuerda con cariño? Y si vuelvo a París, ¿estará ahí todavía?
Uff, ¡cuántas preguntas sin respuesta! ¡Qué lindo que es el amor! Pasajero, efímero, onírico, sin presente ni futuro, pero latente, inolvidable…