«Cuando un amigo se va
queda un espacio vacío
que no lo puede llenar
la llegada de otro amigo.
Cuando un amigo se va
queda un tizón encendido
que no se puede apagar
ni con las aguas de un río.
Cuando un amigo se va
una estrella se ha perdido
la que ilumina el lugar
donde hay un niño dormido.
Cuando un amigo se va
se detienen los caminos
y se empieza a revelar
el duende manso del vino.
Cuando un amigo se va
queda un terreno baldío
que quiere el tiempo llenar
con las piedras del hastío.
Cuando un amigo se va
se queda un árbol caído
que ya no vuelve a brotar
porque el viento lo ha vencido.
Cuando un amigo se va
queda un espacio vacío
que no lo puede llenar
la llegada de otro amigo.»
El viernes entre tantas cosas que tuve que hacer nunca me detuve a pensar en la fecha que estaba viviendo. Se cumplieron 8 años de la partida de Jaime, mi primer perro, mi mejor amigo, el guardián de la familia. Pasó el tiempo tan rápido, y hoy lo sigo llorando igual que ese día.
Jaime llegó a casa por cosas del destino cuando todavía yo no había nacido y mami no podía quedar embarazada. Mis papás buscaban otro hijo que nunca llegaba, y la recomendación del médico después de muchos estudios fue que consiguieran una mascota, algo que le hiciera olvidar a mamá la obsesión que tenía por quedar embarazada. Así fue como por cosas del azar murió la madre de Jaime dejando a varios perritos a la deriva. Papi trajo uno a casa que al ser tan chiquito mami tuvo que cuidar como si fuera un bebé, darle mamadera, prepararle comida especial porque él aún no abría los ojos, cuidarlo para que no tenga frío y limpiarlo cuando se ensuciaba. Pasó el tiempo y sin darse cuenta llegó el poroto, o sea yo, a sus vidas. Digamos que a Jaime le debo la vida, además de una infancia feliz.
Nuestro perro tuvo pronósticos de vida de no más de 8 o 10 años, porque tuvo un comienzo complicado y era muy difícil que viviera más. Pues bien, Jaime vivió 14 años y medio, tuvo sus achaques pero se bancó mudanzas, viajes, clima frío, calor infartante, mis tiradas de orejas, peleas, escapadas, de todo! Era un perro muy mimado, creo que pocos tienen la suerte de vivir tan plenamente y cuidado como vivió él. Mami se desvivía por Jaime, hasta el último momento hizo todo por él, era tan importante para ella como Jorgito y yo, y papá le regaló un dije de perro con su nombre grabado para que lo sumase al collar donde nos tiene a nosotros (la nena y el nene). Papi también lo quería, aunque no con el fervor con el que lo cuidaba mamá, él lo alimentaba y lo hacía jugar. Jorgito lo volvía loco, una vez incluso llegó a pintarlo en una circunstancias poco felices para el perro y para él.
Y yo lo amaba. Jaime era todo para mí, como no tenía hermanos chicos con quien jugar, y mis vecinos eran todos varones que no querían jugar a la maestra o a la casita de la mamá, mi alumno y mi hijo eran mi perro. Él se bancaba todo: mis tirones de orejas, cuando le arrancaba los bigotes, cuando hacía ico ico caballito, cuando lo agarraba de alumno y lo sentaba a escuchar la lección, cuando le sacaba la comida, molestarlo en sus siestas… Ladraba cuando yo lloraba, como alertando a la familia que algo me estaba pasando. Siempre fue así, desde bebé hasta su último día si yo lloraba él ladraba. Hasta que yo lloré porque él no ladraba más.
Jaime fue operado 2 veces según recuerdo: cataratas en los ojos y la última por su tumor. Un año antes de morir le agarró un aneurisma en donde casi lo perdemos, pero con tratamiento y muchos cuidados pudo salir adelante. Al poco tiempo del ACV no parecía un perro que había sufrido semejante problema, y era el mismo Jaime de siempre, alegre y quilombero que ladraba por absolutamente todo. Volvió a pelear con el sodero, a quien inexplicablemente detectaba desde que entraba al barrio y le ladraba a morir. En abril de 2004 mami le encuentra a Jaime una bola en la panza que no era normal, lo llevan al veterinario y nos dan la noticia de que tenía un tumor que había que sacar porque probablemente era maligno.
El 20 a la mañana lo llevamos a la veterinaria y por esas cosas del destino estábamos todos, mis abuelos, mis papás, el chico que trabajaba con papi y yo. Jaime entró contento y revolucionado, como siempre que iba a la veterinaria. Cuando terminó la operación dieron la mala noticia: el tumor creció al doble en una semana y había que analizarlo para ver si era o no maligno, pero era muy probable que sí. La operación salió bien, excepto por el detalle del crecimiento del tumor, pero Jaime volvió a casa y mis papás lo cuidaron como a una criatura, lo taparon con mantas para que no tenga frío, le prendieron el calefactor del quincho, y poco a poco al despertarse iba a salir solito a hacer sus necesidades, aunque le iba a doler. Llegué a casa y lo vi decaído, pero como todo mundo cuando sale de una operación tan riesgosa, nada alarmante. Me quedé haciéndole mimos, cuidándolo, y después tuve que leer un libro porque al otro día tenía prueba. A la noche Jaime lloraba mucho y mamá lo arropó para dormirlo, le prometió que iba a volver después de lavar los platos y Jaime le dio su mejor cara, estaba mejorando según mami. Él sólo se despidió, porque cuando mamá volvió de lavar los platos Jaime ya se había ido.
Y ahí empezó la parte más jodida: cómo decirme que Jaime había muerto. Mami le contó a papi, papi llamó al veterinario, mami llamó a Jorgito, papi le avisó a los abuelos, todos se reunieron en el quincho al lado de Jaime y nadie me quería decir a mí. A todo esto yo ni me había dado cuenta de lo que pasaba porque estaba leyendo en mi cuarto. A mami le tocó darme la noticia, vino a mi cuarto y me dijo esas tan temidas palabras «Ayi tenés que ser fuerte», y nunca salté tan rápido de mi cama, corrí al quincho y ahí estaba él, acostado como durmiendo. No podía parar de llorar, no podía entender por qué se había ido, me acuerdo que lo agarré de la panza y le gritaba «respirá Jaime, respirá!» pero el perro ya no respondía, se estaba poniendo frío, y yo histérica no podía parar de llorar. En eso llega Claudio, el amigo de papá, y se larga a llorar también. Era el perro de todos, todos lo querían, cómo no quererlo! Mis abuelos tratando de consolarme, mi papá que no me podía ver así y mamá tan triste como yo pero intentando ser fuerte para mí. Era la primera muerte de un ser querido que me tocaba enfrentar, quién diría que después vendría una seguidilla.
Me sentí devastada, y cada vez que recuerdo esos momentos me agarra una angustia muy fuerte y no puedo parar de llorar. Pero necesito desahogarme con alguien que no sea mi mamá, porque ella se pone tan mal como yo y no me gusta verla llorar. Cuando llegó el veterinario esa noche se puso triste porque además él era amigo de la familia y sabía del amor que teníamos por nuestro perro, mami se culpaba diciendo que si no lo hubieran operado quizás habría vivido más, pero cómo, a costa de qué, tarde o temprano si el tumor estaba ramificado lo iba a liquidar lentamente y así al menos murió dormido y tranquilo. Se hizo todo lo que se pudo, murió de un paro cardio respiratorio, pero en casa, rodeado de quienes lo queremos, de muerte natural.
Al otro día intentamos seguir nuestra vida, mami quería que fuera a la escuela para despejarme un poco, le contó a la maestra lo que había pasado y me dieron la opción de no rendir pero me quedé. Mami fue a trabajar en el mismo estado en el que estaba yo y después me fue a buscar a la escuela. Mientras tanto, papi y Claudio se pusieron a cavar el pozo en el patio donde iba a ser enterrado Jaime. No quisimos llevarlo al campo a dejar que se lo coman las lombrices, no era justo un final así, por lo que se cavó un pozo al lado de su cucha. Nunca voy a olvidar el ruido seco que hizo Jaime al chocar con la tierra, nunca voy a olvidar el dolor reflejado en los ojos de todos, nunca voy a olvidar el abrazo de mi mamá ni los momentos después en donde ninguna de las dos podíamos creer lo que había pasado, mirando fotos suyas y llorando, tratando de consolarnos la una a la otra, y papi que no nos podía ver llorar ni estar tristes.
Sin importar lo que dijera mi mamá les planteé a los dos que no quería ver la cucha vacía, ni llegar de la escuela sin que haya alguien que me salude meneando la cola, al patio se le había secado una flor y yo no quería verlo así. Pedí que buscaran otro perro, no porque me había olvidado muy rápido del que se acababa de ir, sino porque no se imaginan lo feo que es ver el patio vacío cuando toda tu vida había alguien ahí. Mamá y papá opinaban igual que yo, así que papi comenzó la búsqueda del nuevo integrante de la familia. Nosotros queríamos macho, pero en los criaderos de Ovejero Alemán había sólo perras. Cuando papá se estaba por dar por vencido y traer una perra les pasaron el nombre de un criadero cerca de Rosario donde había un machito. Fueron a verlo y ahí estaba Apolo, de 45 días, esperando a papá. Papi lo vio, lo compró y lo trajo. Yo estaba en inglés, en casa estaba mi tía Rosa, de pronto llego y me encuentro al perrito. Nos iluminó a todos, lo necesitábamos tanto como él a nosotros.
Hoy la historia es al revés, el que más mima al perro es mi papá y mi mamá sigue yendo, todas las noches, a visitar a nuestro gran amigo a su tumba. Ella nunca va a dejar de darle el besito de las buenas noches, aunque ahora la acompaña otro perro.
Por más perros que pasen a lo largo de mi vida, el amor que tengo por Apolo ya no es el mismo que tenía por Jaime, me agarró en una etapa diferente de mi vida. Jaime fue un gran compañero de aventuras, un amigo que no juzga, que con poco te llena de felicidad, que en los peores momentos de la familia siempre nos dio ánimo, y siempre va a estar con nosotros. En nuestros corazones y en el collar de mamá.
No sabés el esfuerzo que tengo que hacer para no llorar (estoy en la oficina). Muy linda historia.
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Yo ya no lloro tanto como antes, pero no puedo evitar sentirme triste. Es increíble cómo uno ama a los perros. Justo mañana serán 9 años…
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